¿Nos estamos quedando solos? La tasa de natalidad cayó a la mitad en Tucumán
Cada vez nacen menos bebés en nuestra provincia. En la Argentina, los nacimientos ya no alcanzan para renovar la población, y el fenómeno se repite en gran parte del mundo. La sociedad envejece, las familias se achican y los desafíos del futuro se agrandan. ¿Por qué elegimos tener menos hijos?
Por Mariana Romero
¿Los tucumanos estamos desapareciendo? No, tranquilos. Por ahora. Estamos sí teniendo cada vez menos hijos y, si seguimos con esa tendencia, podemos entrar en una situación crítica.
Pensar en una provincia futura con menos habitantes puede sonar tentador. Peatonales sin empujones, bancos sin filas eternas, menos basura en las calles. Sin embargo, la disminución de la población está lejos de ser una utopía: transformaría, más bien, a la provincia en un infierno. Más adelante veremos por qué.
¿Somos cada vez menos?
Para indagar sobre el tema, primero preguntamos en el Registro Civil. Pero los datos que maneja no son confiables para saber si cada vez nacen menos tucumanos porque, aunque parezca increíble, todavía hay niños que no tienen DNI o que son anotados al año siguiente, o cuando ya son grandes. “Eso sí”, dice Carolina Bidegorry, directora del organismo, “en 2013 yo estaba anotando 28.000 nacimientos por año y ahora rondan los 18.000”.
La caída es impresionante. Sobre todo, considerando que hoy es más fácil que hace una década acceder al primer DNI. El problema no está en el trámite: el problema está en los nacimientos. Así que fuimos directamente al grano: consultamos en la DEIS, la Dirección de Estadísticas de Salud de la Nación. Y el resultado fue más preocupante aún.
En el año 2000, en la provincia de Tucumán nacieron 22,6 bebés por cada mil habitantes. En 2023, la cantidad de nacimientos había caído a menos de la mitad: sólo se produjeron 10,6. Claramente, los tucumanos estamos teniendo menos hijos.
Reemplazar la especie
Para que los seres humanos sigamos existiendo sobre la tierra es necesario que cada mujer tenga, en promedio, dos hijos. Algunas pueden tener más, otras no tener, pero el promedio nos tiene que dar esa cifra. En realidad, 2,1, para considerar a los niños que, por distintos motivos, no llegarán a la adultez.
¿Por qué? Porque cuando la mamá y el papá mueran, esos dos hijos que engendraron mantendrán la cantidad de habitantes. En términos sencillos, cada dos fallecimientos necesitamos a dos personas que queden vivas. Ese número mágico, “2,1”, se llama “nivel de reemplazo”.
A principios del siglo pasado, en nuestro país, no teníamos este problema. Las mujeres tenían un promedio de 5,16 hijos. Una multitud. Algunas tenían más, otras menos, pero la población crecía a un ritmo esperanzador. En el mundo ocurría lo mismo: cada mujer, en promedio, daba a luz a 7 bebés. Por eso, cuando pensamos en nuestros ancestros, recordamos que el abuelo tenía cinco hermanos, la abuela tenía seis, las familias eran numerosas.
En esos tiempos de comienzos del siglo XX, la tierra estaba habitada por cerca de 1.600 millones de almas, muchas con ganas de reproducirse. Así, en un siglo, nuestros antepasados lograron multiplicar por cuatro a la especie humana: recibimos el año 2000 siendo casi 7.000 millones de seres en el mundo. Eran épocas en las que se hablaba del peligro de la superpoblación y el riesgo de que el planeta no dé abasto para alimentarnos y cobijarnos a todos si seguíamos reproduciéndonos como conejos. Creíamos que, si seguíamos así, íbamos a terminar rebalsando los continentes.
Nuestro país no era la excepción. Los argentinos de la época de Julio Argentino Roca no sólo teníamos mucha prole sino también los puertos abiertos a la inmigración, que terminó de constituir nuestra identidad. Mientras el primer censo, encargado por Domingo Faustino Sarmiento, dijo que éramos menos de 2 millones de habitantes, el que se hizo bajo el gobierno de Fernando De La Rúa antes de huir en helicóptero marcó que ya éramos más de 36 millones. Nada mal.
Pasaron cosas
Sin embargo, algo torció esa tendencia. No fue un cambio brusco ni repentino: las estadísticas iban mostrando que, poco a poco, las familias eran cada vez menos numerosas.
Hacia 1980, en la Argentina, una mujer tenía en promedio 3,3 hijos. Los niños que crecieron con la democracia tenían 2 hermanos por lo general (por supuesto, seguimos hablando de promedios, no de historias particulares. Yo, por ejemplo, tenía sólo una).
Es decir que para la época en que estaba llegando la TV a color, los cassettes, las radios FM y Pimpinela la rompía en Finalísima del Humor, las familias argentinas eran un poco más chicas que las de sus abuelos.
Pero cuando los hijos de la década del 80 llegamos a adultos, hacia 2010, algo había cambiado. Para entonces, las mujeres tenían, en promedio, 2,3 hijos. Es decir, menos de la mitad que sus abuelas. Fue la última vez en que los argentinos estuvimos por encima del “nivel de reemplazo”. Desde entonces, en lugar de agrandar la población, comenzamos a “achicarla”.
Hoy, cada mujer argentina tiene en promedio 1,5 hijos. Es decir: no nos alcanza para reemplazar a la generación anterior.
Un mundo de viejos
Ya dijimos que, en nuestra provincia, la tasa de natalidad cayó a menos de la mitad en este último tiempo. Es decir que, en promedio, hay menos niños que antes.
En la década del 60, en la Tucumán de antes del cierre de los ingenios, en la ciudad que tenía su terminal de ómnibus y su aeropuerto casi insertados en el centro, tiempos en los que llegaba la minifalda y las camisas mangas cortas y Palito Ortega hacía bailar a todo el país; de cada 100 personas que uno podía ver en las calles, 40 eran menores de 14 años. Es decir que casi la mitad de los tucumanos eran niños. Los ancianos eran pocos: sólo 6 de cada 100 llegaban a superar los 60 años.
El panorama cambió mucho desde entonces. Si en estos días uno hace el mismo recorrido y vuelve a mirar a 100 personas en Tucumán, se encontrará con menos de 25 niños y más de 12 ancianos. Es decir: entre la generación de nuestros abuelos y la nuestra, disminuimos la cantidad de niños a la mitad y duplicamos la cantidad de ancianos, proporcionalmente hablando.
Es que en nuestra pequeña provincia, la esperanza de vida al nacer, sólo en las mujeres, pasó de 55 años en la década del 50 a más de 75 en la actualidad. Es decir, cada vez hay más ancianos y menos nietos que los cuiden.
El envejecimiento de la población es un fenómeno mundial, no ocurre sólo en nuestra provincia. El problema del cuidado de los adultos mayores no es el único. El desafío, sobre todo, es económico: si la población joven sigue bajando ¿quién trabajará para hacer los aportes para que cobren nuestros jubilados? En la década del 60, el tucumano promedio tenía 23 años. Hoy, tiene 30.
Un paseo desolador
Si la tendencia a tener cada vez menos hijos (la mitad) se repite en la siguiente generación y en la que le sigue (y dos o tres más), el panorama es preocupante. El Tucumán que imaginamos, con poca gente, en realidad será un Tucumán envejecido. Y la utopía de menos colas en los bancos y en los supermercados probablemente se desmorone: es posible que haya más, porque serán pocas las personas en edad de trabajar y muchas más las que estén jubiladas. Aunque no se sabe de dónde podrían salir los fondos para pagar esas jubilaciones.
La fantasía de calles sin basura y de un resurgir de la naturaleza gracias a la baja de la acción humana también parece una idea bastante naif. ¿Quién recolectará los residuos? ¿Quién cuidará el medio ambiente? ¿Quién mantendrá nuestras represas funcionando para que tengamos electricidad? Si bien esas preguntas hoy suenan catastróficas, es probable que nuestros nietos o bisnietos se las tengan que plantear si persistimos en la idea de no tener hijos. La postal del futuro, probablemente, tenga menos gente, pero más problemas.
La biología
Los humanos estamos biológicamente predispuestos a sentir placer en tener hijos. Los bebés de nuestra especie activan nuestro sistema límbico, nos despiertan emociones. Cuidarlos nos proporciona sensación de recompensa y placer. Ver, abrazar y cuidar a un bebé nos libera oxitocina, dopamina y otras sustancias que nos llenan de felicidad. A tal punto llega esa sensación de bienestar que la podemos adivinar con ver a bebés ajenos, alzarlos y acunarlos. Eso nos despierta deseos de tener uno propio, para repetir ese estado de plenitud.
Estas respuestas biológicas ante el estímulo de los bebés son las que nos llevan a perpetuar la especie. Pero los humanos, además, respondemos también a otras motivaciones, especialmente, las culturales. El deseo de “trascender” a nuestra propia existencia, de ser recordados aún cuando ya no estemos en este mundo, de ser amados por sobre todas las cosas, de transmitir nuestra experiencia y sabiduría a otras generaciones. De generar otro “yo”, mejor que al actual, más feliz, una versión mejorada de nosotros mismos.
La decisión de las mujeres
Entonces, lo que hoy el mundo se pregunta es ¿por qué tenemos cada vez menos hijos?. La respuesta no está en la ciencia ni en la biología, que aumentaron la fertilidad de una manera extraordinaria en los últimos años. No es que no “podamos” tener más hijos: es que no queremos. O, en realidad, es que sabemos que no estamos obligados.
En nuestro país, la edad promedio en que una mujer tenía su primer hijo, en la década de los 90, era a los 21 años. Hoy, las mujeres encaran su primer embarazo a los 30 años. Y eso provoca que la vida fértil para el segundo, tercero o cuarto sea más corta.
¿Por qué optamos por la maternidad cada vez más tarde? Porque podemos. Los métodos anticonceptivos ampliaron nuestra posibilidad de planear nuestra reproducción y disminuyeron drásticamente los embarazos no deseados. Pero, además, las mujeres hoy tienden a priorizar su realización laboral o profesional antes de pasar a la etapa de maternar.
En un consultorio médico, la semana pasada, un anciano que fue a pedir turno se dio con que la secretaria que él conocía había renunciado; y le preguntó a su reemplazante si su compañera se había casado. La joven no entendió la pregunta. Quienes ya peinamos canas, sí.
Hace algunas décadas, era común ver a mujeres trabajando. Y más común todavía era dejarlas de ver cuando se casaban: el matrimonio, muchas veces, representaba la salida de la vida laboral para el ingreso al mundo maternal.
Hoy, las mujeres no suelen dejar de trabajar al casarse, ni al convertirse en madres: muchas no quieren abandonar su carrera; la mayoría, directamente, no puede darse el lujo de vivir sin sueldo. Esa doble responsabilidad lleva a muchas mujeres a tener un solo hijo o, como mucho, dos. Además, la cantidad de familias monoparentales (es decir, sin pareja) es mucho mayor que antes.
La estabilidad económica también pesa mucho a la hora de formar una familia. La precarización laboral y los salarios deprimidos hacen que las mujeres sientan que todavía no es el momento de tener hijos. Y, cuando la inestabilidad se prolonga, ese momento no llega nunca. Un estudio de la Universidad de Belgrano en 2024 preguntó a mujeres sin hijos si querían ser madres: el 30% respondió que no sabe y el 23%, directamente, que no.
Hay otro factor también muy importante: la realización personal. En la sociedad de nuestras abuelas, una mujer que envejecía soltera y sin hijos era segregada como “solterona”. Hoy, muchas mujeres optan voluntariamente por no tener hijos. Prefieren viajar, progresar y disfrutar del día a día. Obtienen placer en otras actividades y no sienten sobre sus espaldas la mirada inquisidora de la sociedad. Elegir no ser madre, hoy, es una opción. Y hay quienes, en realidad, no sienten deseos de tener un bebé. Nunca.
Es la economía, estúpido
Sin embargo, la “realización personal” de las mujeres, en algunos sitios, no es más que un lujo burgués. Las estadísticas parecen indicar que la opción de no ser madre (o de tener pocos hijos) está más disponible para mujeres con mejor posición económica y mayor independencia.
A las mujeres que crecen en entornos económicos difíciles y con pocas posibilidades de tener una educación universitaria o una carrera profesional les falta ese abanico de alternativas a la maternidad. Aquellas que no tienen como horizonte recibirse o terminar un posgrado, conocer Europa, ascender en una empresa, desarrollar investigaciones, triunfar en el ámbito político, artístico o deportivo no encuentran motivo para postergar la maternidad, esa fuente de felicidad que da un hijo.
Y las que, directamente no tienen independencia económica y están a merced de un marido, tienen menos soberanía para decidir. En la llegada del hijo, muchas veces, el deseo del padre tiene más que un valor afectivo: es una exigencia.
Si hablamos de embarazos adolescentes, una experiencia reciente en nuestro país es más que reveladora: la del plan ENIA (Prevención del Embarazo No Intencional en la Adolescencia), dependiente del Estado Nacional. Instaló consejerías de salud sexual y reproductiva en centros de salud y escuelas, distribuyó gratuitamente métodos anticonceptivos y realizó acompañamientos territoriales para asistir casos de riesgo. El resultado: en cinco años, los embarazos adolescentes no deseados se redujeron a menos de la mitad. El plan fue desmantelado por el gobierno nacional actual.
Las estadísticas nacionales confirman que las provincias con mayor pobreza tienen tasas de nacimientos más altas que el promedio:
- Catamarca, Chaco, Misiones y Formosa registran más de 25 nacimientos cada 1.000 habitantes.
En cambio, provincias donde el poder adquisitivo (en general) es más alto, tienen pocos nacimientos
- Tierra del Fuego (7.7), Ciudad Autónoma de Buenos Aires (7,8) y Santa Cruz (8).
¿Dónde está ubicada Tucumán? Del medio para arriba. Con 10,6 nacimientos cada 1.000 habitantes, se mantiene por encima del promedio nacional.
Un problema mundial
La caída de la natalidad y el envejecimiento poblacional afectan a gran parte del mundo. Muchos países (la mayoría de ellos, con economías estables y desarrolladas) no alcanzan a la tasa de reemplazo generacional. Es decir: si continúan en esa tendencia, su población tiende a desaparecer.
- Hemisferio norte: las mujeres tienen menos de 1,3 hijos (recordemos que se necesitan 2,1 para mantener a la población) en Taiwán, Corea del Sur, Singapur, Italia, Polonia y Canadá, entre muchos otros. En esas naciones, las presiones sobre los sistemas de salud y retiro son fuertes y se plantean desafíos actuales para sostener a su población.
- En Latinoamérica la situación parece un poco más esperanzadora, aunque varía mucho de país en país. Mientras en Bolivia las mujeres tienen, en promedio, 2,58 hijos; en Argentina tenemos 1,5 y en Uruguay, 1,48.
- La esperanza de la humanidad para no desaparecer y rejuvenecer está en África. En países como Chad, Somalía, Congo y Níger, las mujeres tienen, en promedio, casi 6 hijos en su vida. Otra veintena de naciones de la región aportan una tasa que supera a los 4 hijos por mujer. Si la especie humana dentro de 10 generaciones se perpetúa, probablemente, sea gracias a África.
Sin embargo, sus habitantes, huyendo de la pobreza y la violencia de sus tierras natales, son cada vez más resistidos en países con economías estables como los europeos, aunque visiblemente más envejecidos. En el último año, las redadas migratorias, los linchamientos, las deportaciones y los impedimentos de desembarco en el viejo continente y en Estados Unidos se han visto multiplicados; en un clima de creciente intolerancia que no sólo afecta a los inmigrantes, sino también a los europeos hijos padres extranjeros.
El color de piel y la religión han vuelto, como en los peores tiempos del siglo XX, a ser motivo de persecución. Aun (y sobre todo) en países que, por sí solos, no alcanzan niveles de nacimientos necesarios siquiera para mantener a la población.
¿Podemos desaparecer?
Quién sabe. El mundo, en su larga historia, registra extinciones masivas y absolutas de animales por desastres naturales, cambios climáticos, erupciones volcánicas o meteoritos. También hay casos de especies que, simplemente, dejaron de reproducirse, como algunos caracoles o tortugas.
Hay otros que perecieron bajo una acción combinada: ataques humanos a su ecosistema combinados con falta de reproducción de los últimos ejemplares monitoreados.
Evidentemente, la especie humana no se pone de acuerdo en la cuestión de reproducirse. Mientras los humanos del hemisferio norte parecen haber perdido bastante interés en el tema, los de África continúan rejuveneciendo su población y trayendo nuevos bebés al mundo.
En términos globales, la humanidad todavía mantiene una tasa de fecundidad de 2,3 hijos por mujer, lo cual nos garantiza un recambio para la próxima generación, al menos. Sin embargo, si la tendencia continúa a la baja, estaremos en serios problemas.
Durante miles de años, los humanos hemos tenido motivos suficientes para tener muchos hijos. Nada hacía prever que, en algún punto de la historia, detuviéramos esa tendencia, rechazáramos esa necesidad que creíamos natural. Nos hemos multiplicado y hemos poblado el mundo a fuerza de inteligencia para construir ciudades y sistemas que nos hicieron la vida tan estimulante que, al parecer, hemos reemplazado el placer de tener hijos por otros placeres que nosotros mismos hemos creado.
Así que ¿quién sabe? Si algo nos ha enseñado el pasado de la humanidad es que el futuro es imposible de predecir.
Fuentes:
Tasa de Natalidad 200 a 2023 - DEIS
Dirección de Estadísticas de Tucumán - El envejecimiento poblacional
Censo 2022 - Censos de población en Argentina