Etchecolatz, el silencio del horror: a tres años de la muerte del genocida que se burló hasta el final
Murió en 2022, condenado nueve veces a prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad. Fue el jefe operativo del "Circuito Camps", la maquinaria bonaerense del terror. No solo nunca pidió perdón; se jactó de sus crímenes, calló verdades que hubieran aliviado a cientos de familias y fue repudiado incluso por su propia hija. Una historia marcada por la impunidad, la perversidad y el silencio como forma de tortura.
El 2 de julio de 2022, mientras la política argentina ardía por la renuncia del ministro Martín Guzmán, una noticia pasó casi desapercibida: moría Miguel Osvaldo Etchecolatz, uno de los rostros más siniestros del terrorismo de Estado. Tenía 93 años. Hasta sus últimos días, mantuvo intacto el cinismo que lo había acompañado durante décadas. Nunca pidió perdón. Nunca habló. Nunca mostró compasión.
Etchecolatz no fue un engranaje más del aparato represivo: fue el jefe operativo del temido “Circuito Camps”, una red de 29 centros clandestinos de detención y tortura que funcionó bajo la órbita de la Policía Bonaerense durante la dictadura. Por esos centros pasaron miles de personas: estudiantes de “La Noche de los Lápices”, el periodista Jacobo Timerman, el grupo Graiver, y cientos de desaparecidos cuyo destino aún hoy permanece envuelto en sombras.
El excomisario general no solo ejecutó el plan sistemático de exterminio, sino que se regodeó en él. No era un asesino de escritorio: participaba, dirigía y torturaba con sus propias manos. Lo describió Jorge Julio López en su estremecedor testimonio antes de desaparecer por segunda vez, en democracia. En 2006, días después de declarar contra Etchecolatz, López fue secuestrado. Nunca más se supo de él. Años después, en pleno juicio, Etchecolatz desplegó un papel manuscrito: decía “Jorge Julio López”. Un acto de burla que estremeció a todos. Era su forma de decir: “Yo sé lo que pasó, y no voy a hablar”.
Su silencio fue una forma de seguir torturando. Prometió revelar el paradero de Clara Anahí Mariani, secuestrada de bebé tras el asesinato de su madre, Diana Teruggi. Dijo tener información. Pero cuando el tribunal le pidió declarar, se negó. Para Chicha Mariani, su abuela, fue “el puñal final”.
Hasta el final de sus días, Etchecolatz despreció la justicia. En 2022, su última aparición pública fue en un juicio por delitos cometidos en el Pozo de Arana. Se declaró víctima de una “venganza”, comparó a los represores con la resistencia ucraniana y cerró con una frase que resume su arrogancia: “La historia y Dios me absolverán”.
Pero ni la historia ni su propia sangre lo absolvieron. En 2014, su hija Mariana pidió quitarse el apellido. En una carta demoledora, lo calificó de “genocida”, “monstruo”, y afirmó: “Fue la encarnación del mal”.
A tres años de su muerte, lo que queda de Etchecolatz no es un legado, sino un eco espeso de dolor, silencios y crímenes impunes. No habrá redención posible para quien eligió el terror hasta su último aliento.