Óscar Naranjo, exjefe de la Policía de Colombia y exvicepresidente durante la administración de Juan Manuel Santos (2010-2018), utilizó su participación en el foro World in Progress (WIP) para advertir sobre el avance de la denominada “gobernanza criminal” en América Latina. Con este concepto, Naranjo describe la capacidad de organizaciones criminales para ejercer funciones propias del Estado en amplias zonas del territorio: cubrir vacíos históricos de autoridad, proveer bienes y servicios básicos y, con ello, consolidar apoyo social y protección frente a las instituciones.

Durante su intervención en el foro organizado por el Grupo PRISA, Naranjo señaló que la erosión de los monopolios estatales —control de armas, administración de justicia y recaudación de impuestos— facilita la instalación de estructuras criminales paralelas. A diferencia de las guerrillas ideológicas tradicionales, explicó, muchas de estas bandas reinvierten parte de sus ganancias en obras de infraestructura y asistencia social, lo que les permite legitimarse ante las comunidades y obtener impunidad de facto.

El exalto funcionario citó ejemplos concretos: en la región de Urabá, en Colombia, el Clan del Golfo habría facilitado la llegada de las primeras vacunas contra la covid; y en México, el entorno del narcotraficante Joaquín “El Chapo” Guzmán repartió decenas de miles de canastas alimentarias durante los confinamientos. En Colombia, dijo Naranjo, se registraron en los últimos dos años 56 inauguraciones de puentes, escuelas y centros de salud atribuidas a grupos criminales, lo que evidencia su voluntad de ganar aceptación social más allá de la mera acumulación de riqueza.

Para Naranjo, la respuesta estatal se ve limitada por la renuencia de muchos gobiernos a reconocer la pérdida de control, lo que frena medidas eficaces. Aun cuando han aumentado imputaciones judiciales, población penitenciaria y presupuestos en seguridad y justicia, el delito continúa en ascenso. En su diagnóstico, América Latina, que concentra un porcentaje desproporcionado de homicidios a nivel mundial, enfrenta una crisis de gobernabilidad que exige reacciones distintas a las meras respuestas represivas.

Un efecto colateral de esta fragilidad institucional es el debilitamiento de pilares democráticos, entre ellos el respeto por los derechos humanos. Naranjo advirtió contra la tentación de priorizar la seguridad mediante recortes de libertades: defender que la garantía de seguridad preceda incondicionalmente al disfrute de derechos, sostuvo, constituye un error. Por el contrario, planteó la necesidad de fortalecer democracias liberales y plenas de derechos como base para construir seguridad sostenida.

El exvicepresidente también señaló el atractivo de modelos autoritarios o de mano dura en contextos de alta percepción de riesgo. Citó el caso de El Salvador y el liderazgo de Nayib Bukele, observando que buena parte de la ciudadanía puede preferir sacrificar derechos a cambio de mayor seguridad, una elección que, en su opinión, entraña riesgos graves para la calidad democrática.

En cuanto a estrategias concretas, Naranjo abogó por reabrir el debate sobre las políticas de drogas. Consideró que cinco décadas de prohibicionismo han fracasado en sus objetivos: no han reducido la oferta y han contribuido al aumento de la violencia, la corrupción y la proliferación de organizaciones criminales. Propuso que, sin necesariamente avanzar hacia una legalización total, se contemple al menos una regulación orientada al consumo medicinal y recreativo de determinadas sustancias, y que el tema sea abordado en foros globales como parte de una revisión integral de la política antidrogas.

En resumen, la intervención de Óscar Naranjo en el WIP planteó una doble tesis: por un lado, la emergencia de formas de gobernanza criminal que suplantan funciones estatales y erosionan la democracia; por otro, la necesidad de repensar estrategias —entre ellas la política de drogas— para recuperar el control estatal con medidas que respeten y fortalezcan los derechos y las instituciones.