Por Mariana Romero

A Alma le partieron el labio, le destrozaron la cara, le molieron la cabeza a patadas y abusaron sexualmente de ella. Alma, en consecuencia, fue condenada. Hoy, a fuerza de terapia, trabajo y mucho amor, puede mantenerse viva para cumplir su condena: ocuparse de que su abusador se cure emocional y mentalmente.

Esta situación, que parece importada de algún país lejano en que las mujeres reciben castigo cuando son abusadas física y sexualmente, ocurre en Tucumán. Hoy.

La condena de Alma consiste en lograr que su agresor esté confortable y rodeado de sus afectos; porque, si no lo logra, él no piensa comenzar a tomar la medicación para la depresión. Y si no lo hace, continuará con pensamientos suicidas. Y si él sigue pensando en quitarse la vida, no irá a la cárcel de Villa Urquiza. Y si él no va a la cárcel, Alma deberá seguir cumpliendo su condena: no salir de su casa sin alguien que la cuide; no respirar cuando la asalte un ataque de pánico; vender cosas de su casa para seguir pagando el psiquiatra y llorar. Llorar todas las noches. Y ver llorar a su padre.

Esta es la historia de la locura, en el sentido más brutal de la palabra. Alma y su papá, Felipe, atrapados en un laberinto judicial demente, pidiendo la cordura: que el hombre que le arruinó la vida cumpla la sentencia que le impusieron. Siete años de prisión. En la prisión.

Ilusión
Alma tenía 25 años, una carrera de nutricionista en pleno cursado, un trabajo en el negocio familiar, amigas y salidas propias de la edad. Un día, conoció a Alejandro David Bustos, hijo de empresarios, estudiante de Economía. No recuerda haberse enamorado a primera vista pero sí haber sentido que, por fin, conocía a un muchacho sereno, que la conquistaba sin apuro y sin presiones. “Era caballero”, lo define. Y recuerda cómo, durante un mes, se mostró cariñoso y atento. “Siempre aparecía con algún presente, le mandaba mensajes a mis conocidos diciendo que yo era re linda, que le encantaría seguir conociéndome, que era buena persona”, dice, todavía con una media sonrisa que de pronto se desvanece. No volverá a aparecer en su rostro.

La culpa
La primera situación desagradable la vivió en un boliche. Por algún motivo, esa noche, Bustos le pidió insistentemente que no se acerque a él. Días más tarde, le explicaría, con total naturalidad, que esa noche ella se había vestido tan mal y lucía tan gorda que él prefería que no lo vieran con ella. “Esa noche, él había tomado mucho y me pegó una piña en la cara, debajo del ojo. Yo creí que no lo había hecho a propósito, sino que me había querido alejar y, sin querer, se le fue la mano. Es que a mí nunca nadie me había pegado, no me entraba en la cabeza que lo hubiera hecho a propósito. Un patovica se acercó y nos retó a los dos, nos dijo que no iba a permitir ese tipo de escenas en el local. Cuando llegué a mi casa, tenía el ojo negro y pensé que mi mamá no iba a entender el accidente, así que le dije que en el boliche había dos borrachos peleándose y yo quedé en el medio y me ligué una piña”, cuenta.

Me mira. Está esperando una reacción mía. Se prepara para escuchar un reproche. Se produce un silencio, el reclamo no llega. “Me vas a preguntar cómo pude ser tan ingenua…” Durante su relato, Alma volverá a mencionar su propia culpa muchas veces. Son instantes en que ninguna terapia ni ninguna sentencia logran callar una voz oscura en su cabeza que le insistió, durante años, que era ella la culpable. Primero por perdonar; después, por callar. Y, más tarde, por mentir.

Cuando ocurrió la segunda golpiza, Alma ya estaba acostumbrada a que él controlara lo que comía y cómo se vestía para no parecer gorda. Fue una noche en que él había bebido mucho y, borracho, insistió en llevarla a su casa. En el auto iban otros amigos, que pronto se bajaron del vehículo, asustados por la manera en que él conducía y por los gritos. Alma le mandó un mensaje a su suegra, que le había pedido que, cuando él se descontrolara, ella le avisara para que lo vaya a buscar. Cuando llegaron a casa de ella, por la madrugada, antes de que ella pudiera bajar del coche, él arrancó de nuevo y se la llevó. Se metió en un barrio de Banda del Río Salí y, tras pegarle varias veces en las piernas, abrió la puerta y la empujó del auto.

Sin saber dónde estaba, Alma hizo señas a otro vehículo, que paró y se ofreció a llevarla a casa a cambio de un pago. Cuando salieron a la ruta, ella se dio cuenta de que Bustos los seguía de cerca, casi chocando un auto con el otro. El conductor la tranquilizó y le prometió cuidarla hasta que ella entrara a su casa. No cumplió. Cuando ella bajó, buscó la llave que su padre siempre dejaba en la ventana y vio que Bustos subía su vehículo a la vereda, trabando el acceso al portón. Ella igual corrió e intentó entrar, mientras él la pateaba en las piernas. “No me podía poner derecha, yo le pedía que pare porque alguien lo iba a ver”, cuenta. Logró abrir el portón, pero no llegó a entrar a la construcción: él la alcanzó y todo lo que recuerda ella son “reventones” de su cabeza contra la pared, se recuerda estrellada contra el piso, apenas pudiendo abrir los ojos para ver cómo él tomaba una piedra de una maceta y la estrellaba en el piso, cerca de su cara.

Recuerda ver aparecer a su suegra, su cuñado y otra mujer. Recuerda que la levantaron del piso, la consolaron, le pidieron que no gritara para que su familia no se despierte, la subieron a un auto y la llevaron a la casa de Bustos. “¿Qué le hiciste para que se ponga así? ¿Qué vamos a hacer ahora?”, le preguntó la madre de su novio y le explicó que, si esto se sabía, la vida de él quedaría arruinada. “Alejandro gritaba desde la otra habitación que lo suelten, que me iba a matar”.

Alma tomó su mochila y la rompió, ambas estuvieron de acuerdo en inventar un asalto para que nadie sospechara de él. “A mí me pesaba la conciencia, porque yo le había prometido a su mamá que lo iba a cuidar cuando él se emborrache y se ponga agresivo”, cuenta Alma y vuelve a hacer silencio. Vuelve a esperar el reproche. No lo dice, pero se vuelve a culpar. Vuelve a ese pozo profundo que ningún psiquiatra ni ningún juez han logrado despejar.

Llevaron a Alma a su casa. Ella le contó a su familia que la habían asaltado y, por la tarde, recibió la visita de su suegra y de su novio, con una pastafrola y cremas para las cicatrices. Todos comentaron la situación tremenda de inseguridad que se vivía en la provincia.

Dos caras
¿Cómo pudo esta criatura soportar todo lo que soportó? Bustos, tras las golpizas, cambiaba radicalmente el trato hacia ella. La sorprendía con flores y regalos y volvía a hacerla sentir como en los primeros tiempos. Además, ella se sentía contenida por su suegra, que estaba al tanto de la violencia y reconocía que lo que hacía su hijo estaba mal. “Me decía que ella lo iba a retar y parece que lo hacía, porque después de hablar con ella, él cambiaba”, cuenta Alma. Recuerda, además, que la mujer le insistía en que, cuando él comenzara a tomar, ella se alejara y le avisara para evitar que se ponga agresivo. Ella sólo tenía que cumplir su parte del trato y, luego, confiar en ella.

Pero pronto los golpes comenzaron a ocurrir cuando él estaba sobrio. Eso y las “lecciones”, que consistían en castigos por faltas de respeto que ella cometía. “Un día estábamos peleando por Whatsapp y yo le dije ‘sos un pelotudo’ y al rato él se apareció en mi casa, eran las dos de la mañana. Me dijo que salga, que tenía algo para darme. Cuando salí me subió al auto y me llevó a San Andrés. Me dijo ‘acá te bajás y te volvés caminando a tu casa y si te violan esos camioneros vas a aprender que a mí no me vas a volver a faltar el respeto’, me dijo. Yo le supliqué que me perdone pero que me lleve a mi casa”.

A esas alturas, Alma había comenzado a buscar por internet alguna solución. “Yo no sé si me veía como una víctima de violencia de género, más bien buscaba consejos para mujeres que tenían una pareja que, a veces, se ponía agresiva. Y en una de esas páginas leí que lo que tenía que hacer era ponerme firme y enfrentarlo. Entonces, una noche en que me quiso pegar en el auto, le frené la mano y le dije ‘vos a mí no me pegás nunca más’. Fue lo peor que pude hacer. Me agarró del pelo y me golpeó la cabeza contra la ventanilla y contra el tablero del auto. Como estábamos en la avenida principal de Lastenia y cualquiera podía vernos, me llevó de nuevo a San Andrés, me hizo bajar del auto y me dijo que si quería que me lleve a mi casa tenía que pedirle perdón de rodillas”, cuenta.

Alma pensaba en separarse, pero tenía esa sensación de que nadie más podría quererla, de que nunca más iba a poder estar con otra persona, de que ella provocaba toda esa agresividad y de que no cumplía la parte del trato que tenía con su suegra: cuidar a Alejandro para que no se pusiera agresivo. “Cuando ella hablaba con él, pasaban dos semanas en las que él parecía otra persona. Yo confiaba cien por ciento en ella”, recuerda.

Los años pasaron de una manera increíble. Los golpes dejaron de ser un tema tabú en la relación y ambos hablaban del asunto abiertamente; no como si fuera un problema, sino como una realidad instalada sobre la que él incluso, a veces, se permitía bromear. “Ya pasó un mes de la última ‘lección’, ya te tocaría otra’, me decía. Su familia le había puesto de apodo “el boxeador”. Como hablábamos del tema, él me dijo un día que había comenzado a ir a terapia y que el psicólogo le decía que lo que él necesitaba era una mujer que no despierte agresividad en él, que yo era una presencia que le hacía mal. Entonces empecé a ir yo a una psicóloga y él se enojó, me dijo que no le gustaba esa ‘mina’ porque seguro me iba a decir que nos teníamos que separar y que lo mejor era hacerle caso al supuesto psicólogo de él”.

Vendrá la muerte
Bustos sabía que, si la relación con Alma terminaba, iba a terminar mal. Incluso, un día le planteó cómo ocurrirían las cosas, cómo él terminaría seguramente matándola y le preguntó dónde querría ella que deje su cuerpo para que lo encuentren. Alma se dio cuenta que su destino era ese. Y la desesperó la idea de que, cuando ocurra, nadie sepa quién la había matado y por qué.

Entonces, ocurrió el abuso sexual. En respeto a su intimidad, sobre el tema sólo se dirá que ocurrió, que él lo reconoció ante una jueza y que está probado en el legajo S-042501/2022 con sentencia firme de la Corte Suprema de Justicia de Tucumán. Tras la violación, ella decidió separarse y contarle a su familia lo que le estaba pasando.

Y es en este momento en que entra en esta historia el héroe, el superpapá.

Sin capa
Felipe es un hombre sereno, que habla con simpleza y en voz baja. Cuando escuchó lo que le habían hecho a su hija, se desplomó. Recordó un episodio que ocurrió cuando Alma era chiquita y volaba en fiebre, él la subió al auto para llevarla al hospital. Antes de arrancar la miró y pensó que haría cualquier cosa por su pequeña, le destrozaba el corazón verla sufrir. Y pensó en cómo ahora, con ella adulta, un hombre pudo haberle reventado a golpes la cabeza a su niña, que él había jurado proteger. Se preguntó dónde había estado él, que no se dio cuenta. 

La culpa es un monstruo de mil tentáculos, que infecta las rendijas del alma y no hay razón que la logre purgar. La culpa, esa maldición que se traslada de víctima en víctima, paralizando a la razón.

Alma decidió dar el primer paso y radicar la denuncia. Lo hizo en la dependencia policial que queda en la puerta de la Fundación María de los Ángeles Verón. El oficial que la recibió le preparó un café, se sentó con ella y escuchó todo el relato, del principio al fin. Cuando Alma terminó de contar todo, presa de los nervios y el llanto, él le habló sin vueltas. Le dijo que las cosas que le habían ocurrido constituían graves delitos, que debían ser tomados en serio, que ella no tenía la culpa y que él mismo se encargaría de que todo llegue a la Justicia. Y cumplió.

Tres días después, cerca de las 7 de la mañana, sonó su celular. “La llamamos del Ministerio Público Fiscal, recibimos su denuncia, son hechos muy serios y queremos contarle cómo va a ser el proceso”, le dijo una voz. Ese fue el momento en que cambió su vida y las dudas se despejaron: nada de lo que había ocurrido era su culpa, se había topado contra un criminal.

El ritmo de la vida cambió. Felipe, el superpapá, se puso al frente de la causa, consiguió una abogada que tomó el caso como una cruzada personal y los tres comenzaron a andar el camino de la Justicia. La Fiscalía de Delitos Contra la Integridad Sexual 3 y el auxiliar fiscal Rafael Heredia Carreño fueron implacables. Las pruebas, irrefutables: además de la cámara Gesell y los peritajes psicológicos, declararon testigos presenciales de la violencia, se adjuntaron fotos de las lesiones que Bustos le provocó a Alma y capturas de los mensajes que dieron fe de lo que ocurría. El juicio llegó al año siguiente: el 4 de agosto de 2023 el juez Facundo Maggio condenó a Alejandro David Bustos a la pena de siete años de prisión por los delitos de amenazas, lesiones leves agravadas por el vínculo y abuso sexual con acceso carnal.

Todo vuelve a empezar
Cuando Alma y su papá Felipe escucharon la sentencia, creyeron que era el final. Pero un detalle los alertó: condenado, Bustos no fue a prisión sino a su casa, con arresto domiciliario, porque todavía la sentencia no estaba firme y él podía apelar. Y lo hizo. La jueza Julieta Casas rechazó la apelación y confirmó la condena. El condenado llegó hasta la Corte Suprema de Justicia que, en julio de 2023 dejó firme la sentencia y él fue detenido en la ex Brigada de Investigaciones, a la espera de pasar al penal. Bustos se quedó sin recursos: debía comenzar a cumplir la sentencia. Al menos, eso fue lo que pensaron Alma y su papá.

El juez de Ejecución de Sentencia Gonzalo Ortega preguntó al penal de Villa Urquiza si había cupo para recibirlo y le contestaron que sí. Cuando todo parecía encaminarse hacia la cárcel, surgió un detalle: el condenado se deprimió.

Felipe, que de papá se había convertido en un experto en leyes para conseguir justicia para su hija, debió convertirse en un experto en salud mental. La lucha comenzó a librarse en otro campo: el cerebro del condenado. Bustos manifestaba señales de trastorno depresivo con ideas y planes suicidas.

En octubre de 2024 comenzó una serie casi infinita de audiencias a cargo de la jueza Ana María Iácono, de Ejecución de Sentencia, que pidió informes profesionales y una junta médica para determinar cuál era el estado mental de Bustos. La situación era la siguiente: Bustos podía ser tratado con psicofármacos contra la depresión, pero al estar alojado en la ex Brigada, no había garantías de que los tomara. Esta simple acción (suministrar los medicamentos todos los días), llevaba a la defensa a pedir que el condenado cumpla su condena en su casa.

La familia Bustos contrató a tal fin al médico psiquiatra Mariano Gianfrancisco. El profesional, que también trabaja en el hospital de salud mental Obarrio, indicó que el joven debería cumplir la condena en su casa, porque no había garantías de que ni la policía ni el servicio penitenciario le provean los medicamentos todos los días. Pero la cuestión era ¿el condenado no tomaba los psicofármacos porque no se los daban o porque no quería? Gianfrancisco fue ambiguo: reconoció que el paciente le dijo que no quería tomar los medicamentos, pero dijo que era porque se los daban fuera de término. Entonces ¿Bustos estaba evitando voluntariamente el tratamiento para poder acceder a la domiciliaria?

Alma, su papá Felipe y la abogada Micaela Barreñada, pusieron el grito en el cielo: era más probable que Bustos se suicide con cualquier elemento que encuentre en su casa a que lo haga estando preso.

“Cualquier casa tiene cuchillos, sogas, sábanas, puntas, un millón de elementos con los que se puede matar ¿Cómo me vienen a decir que va a estar más seguro en una casa que en una celda? Además, el penal tiene médicos, desfibriladores y está a la vuelta del hospital Avellaneda ¿dónde va a estar más seguro que ahí?”, me preguntó papá Felipe la primera vez que me llamó, desesperado, porque el abusador de su hija estaba a punto de pasar a domiciliaria. Fue él quien decidió recurrir a la prensa y Alma, muerta de miedo, accedió.

El último recurso
Los encuentros con la prensa fueron varios, sin cámaras ni grabadores. Durante horas, Alma y su papá plantearon alternativas para que la salud mental del delincuente mejore y, de esa manera, pueda cumplir su sentencia en la cárcel. Estaba claro que, mientras él se resistiera a tomar las pastillas, todos los médicos que lo evalúen iban a concluir en lo mismo: su depresión lo iba a llevar al suicidio.

A esas alturas, papá Felipe ya había perdido el negocio familiar para pagar los tratamientos de su hija y los costos de luchar en la Justicia: “¿alguien sabe lo que cuesta poner un perito de parte? El año pasado, me cobraron $1 millón por un peritaje psiquiátrico. Cada sesión con el psiquiatra de Alma cuesta $50.000 y con el psicólogo, $30.000. Y yo juro que voy a seguir vendiendo todo lo que tengo hasta que se haga justicia. Y no quiero un peso de ellos, nosotros no le iniciamos demanda civil, no quiero su plata. Voy a terminar vendiendo todo”. Felipe tiene la causa entera digitalizada en su teléfono, pero no le hace falta casi consultarlo: conoce cada foja, el nombre de cada profesional que intervino, recuerda cada audiencia, tiene grabada cada fecha en la memoria. Por la causa de su hija ya pasaron -sin contar la etapa de investigación- seis jueces y conoce a cada uno de ellos. Cuando tiene tiempo libre, consulta otros fallos similares, estudia derecho y psicología.

Lo que desespera a Felipe es que Alma no puede transitar su proceso en paz. En medio de todo el conflicto, la familia del delincuente condenado se presentó en su lugar de trabajo (una oficina sin acceso al público) para “charlar”. En las redes sociales aparecían fotos de sus otros hijos con acusaciones de las más variadas. Al hermano de Alma alguien lo abordó en la calle, le hizo señas con el dedo de que lo iban a matar y le dijeron “vos sabés por qué es”. Cada cosa que ocurría implicaba un retroceso, un nuevo ataque de pánico, una nueva recaída.

Sentada en un bar, Alma mira hacia los costados. “¿Tenés miedo en este momento?”. Se queda callada. “Todo el tiempo. Siempre. Miro cada camioneta que pasa por la calle para ver si no es alguien de su familia o algún empleado de su empresa. Cuando salgo, organizo para que vaya mucha gente por si alguien me quiere hacer algo. Tengo amigas a las que la familia de él les ofreció dinero para que me lleven a un bar y así ellos aparezcan ‘de casualidad para charlar’”. No suena descabellado. Muchos de los hechos de violencia que forman parte de la causa ni siquiera están escritos en esta crónica, porque haría falta, quizás, un libro.

La relación entre Alma y su papá es especial. Él la lleva y la trae a todas partes, ella se preocupa por él, porque no se cuida la salud y cada vez está más flaco. Las culpas se les cruzan: ella intenta convencerlo de que él no podría haber adivinado lo que ocurría y él trata de que ella comprenda que no provocó lo que le pasó. Los dos tratan de no llorar cuando están juntos, pero los ojos se les llenan de lágrimas cuando el otro no está. Llevo esos ojos de padre e hija en el alma, el oficio de periodista no alcanza a veces, una quisiera abrazar y prometer, pero sólo puede escuchar.

El principio del final
Después de conocerse públicamente su caso, la causa recayó en otra jueza, Ana Cecilia Escobar. Mucho más expeditiva, hizo lugar al pedido del representante del Ministerio Público Fiscal Gonzalo García, rechazó por el momento la prisión domiciliaria y ordenó que Bustos sea trasladado al hospital de salud mental Obarrio para que los profesionales dictaminen si existe “criterio de internación”, es decir, si debe quedar allí alojado. El miedo de Alma se incrementó: Gianfrancisco, el psiquiatra contratado por la familia del condenado, trabaja en ese hospital y, sospecha, podría influir para que el dictamen determine que quede internado y no pase al penal.

Efectivamente, eso opinaron los médicos, aunque la firma de Gianfrancisco no figura en el informe que indica que Bustos debe quedarse en el hospital. La causa está en su recta final: el 16 de mayo, volverán las partes a reunirse ante la jueza para escuchar la opinión médica y determinar si, finalmente, Bustos pasa a cumplir su condena en Villa Urquiza.

“La chica”
Tras una semana en el hospital, sorpresivamente, Bustos pidió hablar. Por primera vez en el proceso, se escuchó su voz y Alma escuchó la palabra que en tres años de relación nunca había escuchado: perdón.

Esta es la transcripción textual de lo que dijo Bustos en la audiencia: 
“Me encuentro mal. Estoy mal por la situación que estoy pasando. Yo sé que soy culpable. Esta —mi ex novia, la chica presente— no se merecía lo que le hice.

Creo que al pedo pedir disculpas en la instancia en la que estamos, pero yo creo que todos nos equivocamos y que también todos merecemos una segunda oportunidad. Yo perdí a mi padre. Estoy mal. Ella también está mal. Su familia también, seguramente.

Esto que yo le hice a ella no se lo deseo a nadie. Ni a mi propia hija, si es que tuviera, aunque me encantaría tener hijas mujeres. Nunca permitiré que le hagan esto a una mujer. Vengo de una mujer, mi madre, que la tengo viva.

Y nada más, solamente eso: que estoy arrepentido, aunque ya es un poco tarde. Pero bueno, las cosas se dieron así.

Yo espero que ella esté bien, que pueda rehacer su vida junto con su familia, que se olviden de todo el mal que yo le causé. Que pueda ser feliz en su vida, y que yo —espero— algún día pueda volver a rehacer mi vida, aunque la veo muy difícil.

Solo esto quería decir, porque tal vez no lo dije en la audiencia anterior, porque tenía vergüenza o me encontraba incapaz de hacerlo. Pensaba que no iba a poder hablar. Pero lo trabajé durante la internación, hablando con las psicólogas, psiquiatras. Pensé, acomodé mi idea, y creo que esta es la realidad: yo estoy arrepentido.

Espero y ruego a Dios que esta chica esté bien, que pueda estar bien por el resto de su vida, y que nunca más le vuelva a pasar algo así. Ni a ella, ni a ninguna mujer que esté aquí presente. Ni a ninguna mujer, porque nadie se lo merece (...) Todos nos equivocamos, yo me equivoqué, la pagué y la estoy pagando. Y la voy a seguir pagando, porque a mí me queda mucho tiempo todavía privado de mi libertad.

En día de mañana, cuando salga, no voy a salir como yo era antes, voy a tener daños porque perdí a mi padre. No me revictimizo, pero también sufrí daños y los sigo sufriendo. Nada más”

“¿Creés en su arrepentimiento?”. “Ni una palabra”, contesta Alma. No hace falta preguntarle por qué.

Ella sabe que la condena de él es a siete años de prisión y que la cuenta regresiva ya comenzó: puede pedir la libertad condicional entre el cuarto y el quinto y ya lleva cumplidos uno y medio. Haciendo cuentas, Bustos puede estar en la calle dentro de tres años. Alma, para entonces, no va a estar en Tucumán.

El amor
“Ya lo decidí y lo hablé con mi papá. No puedo, me falta el aire, no voy a vivir tranquila, ese hombre planeó cómo me iba a matar y dónde iba a tirar mi cuerpo. No puedo quedarme”, dice, y baja la mirada. Tiene miedo de que, cuando toda la lucha termine, su papá se venga abajo. Es un hombre que perdió casi todo -muchas cosas no están incluidas en este texto- para lograr que el abusador de su hija vaya preso y descuidó su salud. Y, en breve, cuando todo termine, habrá perdido a Alma. Él lo sabe. Y no puede retenerla.

Para Felipe, la condenada es ella y la pena es perpetua. A medida que pasa el tiempo y el fin de la condena se acerca para Bustos, la de ella se agrava. Sabe que los ataques de pánico se van a volver cada vez más frecuentes y que ya no podrá caminar sola por la calle cuando él salga en libertad. Sabe que vivirá para siempre entre psiquiatras y medicamentos, para poder conciliar el sueño, para poder respirar bien, para lograr dormir por las noches. Sabe que el exilio es inevitable. Sabe que la va a perder.

Eso es el amor.