Robaron un bar a metros de la plaza Independencia
Ocurrió durante la madrugada de este miércoles en un local de la calle Laprida 100.
En la quietud quebrada de la madrugada, cuando la ciudad apenas respiraba, la esquina de Laprida al 100 quedó marcada por otra lesión: un bar saqueado, una rutina de trabajo vulnerada y la sensación cansina de que la inseguridad vuelve a imponerse. El dueño, quien cerró su local cerca de las 2 y esperó la calma de la mañana, recibió a las 7 el llamado que confirmó el peor temor: habían entrado y se habían llevado buena parte de lo que había dentro.
La escena que encontró no admite eufemismos. La reja, levantada hasta la mitad, era la primera señal de la violación; adentro, el revuelo daba cuenta de una ocupación prolongada. Se sustrajeron un televisor, varias botellas de whisky y elementos de cocina; el propietario calcula pérdidas por alrededor de dos millones de pesos. Más inquietante aún fue su testimonio: los delincuentes «han estado muchas horas adentro, hasta se tomaron una botella de whisky».
No fue un robo rápido y fortuito, sino un raid con tiempo y desparpajo que expone fragilidades estructurales en la protección del comercio y en la respuesta preventiva. No se trató de un hecho aislado: el local contiguo también sufrió el paso de los mismos intrusos, lo que confirma un patrón de vulneración repetida sobre la cuadra.
Para el propietario, no es la primera vez que atraviesa una experiencia así; esa reiteración añade un sabor agrio de impotencia. Que quienes trabajan en la nocturnidad y la madrugada sean víctimas una y otra vez refleja, más allá del daño económico, un desgaste anímico y profesional que pocas medidas paliativas alcanzan a reparar. La policía actuó tras la denuncia: tomó huellas y solicitó las imágenes de las cámaras de seguridad de la zona. Son pasos necesarios, pero tardíos ante la evidencia de que los delincuentes pudieron permanecer en el lugar durante horas.
La investigación puede avanzar y, con suerte, identificar a los responsables; pero esa posibilidad no devuelve la tranquilidad ni compensa las pérdidas, ni despeja la sensación de abandono que deja un hecho que se repite. En este relato no hay sola victimización privada: hay también la concreción de una falla colectiva. Comerciantes que cierran a altas horas y vuelven a encontrar desorden y vacío al amanecer, vecinos que deben mirar la misma esquina con recelo, y un sistema de prevención y control que sigue sin mostrar señales contundentes de cambio.
Las imágenes y las huellas pueden aportar nombres; la reparación más profunda exige decisiones que modifiquen la ecuación que hoy favorece a quienes actúan con impunidad. Mientras tanto, el bar en Laprida al 100 quedó con el daño palpable y la incertidumbre instalada. La botella de whisky que compartieron los intrusos —un detalle que ofende por lo grotesco— resume la intemperie de una ciudad que paga, una vez más, el costo de la vulnerabilidad cotidiana.