Siempre es julio de 2006
Desde que su hermana Betty desapareció, Liliana Argañaraz vive en un tiempo detenido. No hay tumba, no hay cuerpo, no hay cierre. Solo una pregunta: ¿dónde está? El próximo martes, el misterio podría llegar a su fin si la última asesina en libertad rompe un pacto de silencio que ya lleva más de 18 años.
Por Mariana Romero
La cárcel de mujeres de Banda del Río Salí no era, comparada con los otros penales tucumanos, un oscuro hueco de almas olvidadas. Allí transcurrió más de una década la vida del matrimonio Fernández-Acosta. Dentro del largo historial de asesinos tucumanos, ellos tuvieron el consuelo de atravesar el encierro juntos. Cuando se conocieron se dijeron que iban a estar unidos “para toda la eternidad”. En el camino, adoptaron una hija, viajaron por varios países, compraron una casa, mataron a una mujer, fueron presos, se casaron, cambiaron de género, tuvieron dos nietos y salieron de la cárcel. Siempre de la mano. Hasta ahora. Volvieron a perder la libertad por una obsesión: El Cadillal.
La cárcel de Liliana Argañaraz es distinta, no tiene rejas ni llaves. La habita desde el 31 de julio de 2006, el día en que desapareció su hermana, Betty, a la que nunca pudo enterrar. Vivir sobre una tumba abierta es habitar un limbo sin principio ni fin. En su descenso al infierno, Dante Alighieri describe en La Divina Comedia el único círculo ocupado por almas inocentes, que no pecaron; están allí por culpa ajena. La tristeza que lo invade es infinita: “no se oían quejas, sino sólo suspiros que hacían temblar la eterna bóveda y que procedían de la pena sin tormento de una inmensa multitud de hombres, mujeres y niños”, describe, “estamos perdidos, consiste nuestra pena en vivir con deseo, pero sin esperanza”.
Perder la libertad, otra vez
Marcos Daniel Fernández y Susana Acosta mataron a Ángela Beatriz Argañaraz en 2006. Fueron condenados a 20 años de prisión y cumplieron casi en su totalidad la sentencia. Antes del fin de la pena, accedieron a la libertad condicional. Daniel la perdió hace un mes. Susana está a punto de perderla.
Durante el año en que vivieron libres, no hubo forma humana ni legal de que cumplieran el primer punto de las condiciones que les habían impuesto: vivir en San Miguel de Tucumán, bajo el cuidado de un familiar.
Días convulsionados
En aquellos tiempos, Daniel no tenía identidad masculina y se llamaba Nélida Fernández. Había conocido a Susana Acosta muchos años atrás, en el noviciado, y decidieron vivir juntas para toda la vida. La pareja adoptó una niña, que sólo figuró legalmente como hija de Fernández porque ella quería que el apellido de la pequeña fuera el suyo. En aquellos tiempos, Nélida era definida como una mujer controladora y protectora. Hoy, que asumió su identidad masculina, no niega tener una inclinación “machista”.
Fue un año convulsionado 2006. Meses antes de la desaparición de Betty, el homicidio de Paulina Lebbos había conmocionado a la provincia y los funcionarios de Seguridad del gobierno estaban en la mira. Se sospechaba entonces -ahora está confirmado- que estaban encubriendo al asesino. Tucumán también estaba en boca de todo el país por la reciente desaparición de Marita Verón y el gobierno de José Alperovich, manchado por donde se lo viera, no podía permitirse un escándalo más. En ese contexto ensombrecido, turbado, plagado de malicia, Betty fue vista con vida por última vez.
Tenía 45 años, estaba en pareja con Julio Navarro desde hacía más de dos décadas y era una docente querida por los alumnos del Colegio Padre Roque Correa. Para esos días, recibió la noticia que esperaba: había sido designada directora de la institución, cargo que debía asumir pronto. Antes de que lo hiciera, su compañera de trabajo, Susana Acosta -que ansiaba ocupar ese cargo- la llamó por teléfono y le pidió que, antes de entrar al colegio ese 31 de julio, pase por su departamento. Dijo tenía una sorpresa para ella y un regalo para Julio. Nunca más se supo de Betty.
Era costumbre en esos días -y aún lo es en algunas comisarías- esperar 24 o 48 horas antes de comenzar la búsqueda de una persona desaparecida. Con una lógica delirante, la Policía creía que una investigación tan delicada debía empezar con la hipótesis más benigna, especialmente en el caso de las mujeres: “se habrá ido con algún novio, ya va a volver sola”. Fue la fiscal Adriana Giannoni quien decidió aplicar el método que hoy se utiliza: sospechar lo peor, buscar de inmediato, procurar hallar con vida al desaparecido.
Las primeras pruebas fueron indiciarias: ese día, Susana llegó tarde al trabajo y se retiró temprano. Nélida, directamente, faltó al suyo. Ambas fueron vistas cargando GNC dos veces en el mismo día, algo que jamás habían hecho. Cuando fueron detenidas, se halló en sus cuerpos marcas claras de violencia. “Cuando empieza la revisación médica, francamente, fue sorprendente para mí encontrar las huellas de Betty en el cuerpo de las dos. Evidentemente, Betty había luchado por su vida encarnizadamente”, recuerda la fiscal Giannoni en la película “En vos confío”, de Agustín Toscano.
Pero lo que terminó de confirmar la peor sospecha, de que Betty había sido asesinada en ese departamento de Catamarca primera cuadra, fue el hallazgo de sangre, su sangre en el lugar y en el auto de las sospechosas.
Víctima de su época
La defensa de ambas se basó en la negación de los hechos. Explicaron que las lesiones que tenían en sus cuerpos habían sido producidas porque una se cayó de una escalera y la otra se dañó haciendo jardinería. También esbozaron alguna justificación de la sangre hallada, remitiéndose a una vez que Betty estuvo en el departamento junto a otras docentes preparando un trabajo para el colegio (dijeron que podría haber estado menstruando). El abogado defensor, Gustavo Morales intentó instalar en los medios de comunicación la teoría de que las acusaban del homicidio sólo por el hecho de ser lesbianas.
Tres años después, en diciembre de 2009, sólo una persona salió de la sala de juicio sintiéndose ganadora: Gustavo Morales. Se mostró orgulloso de haber excluido a la familia de Betty del litigio, de que no recibiera un centavo y de que la pena no fuera perpetua. Diez años más tarde, le pregunté a Morales cuál era el mayor éxito de su carrera como abogado y respondió que el juicio Argañaraz. “Pero sus clientas fueron condenadas”, le advertí. “Sí, pero qué manera de embarrar ese juicio”, respondió.
Morales no solo había sido descubierto pisando una de las huellas de sangre del departamento de las acusadas, sino que también batalló para que nadie de su familia pudiera ser querellante en la causa. La madre de Betty había muerto antes del juicio y no le permitieron a su hermana Liliana asumir ese rol. A Julio tampoco, porque pese a ser su pareja desde hacía décadas, no estaban casados legalmente. Esas atrocidades hoy no suceden.
En el proceso, todos los demás perdieron. El fiscal de Cámara Edmundo Botto y la investigadora Giannoni habían solicitado perpetua, por considerar que la pareja había actuado de manera premeditada y con ensañamiento. Perdieron, el tribunal lo consideró homicidio simple y la pena fue de 20 años de prisión. También perdió uno de los tres jueces, Pedro Roldán Vázquez, que consideró que las imputadas habían tenido la intención de dañar a Betty pero no de matarla. Las acusadas perdieron la libertad y la hija de ambas perdió a sus dos mamás.
Julio perdió al amor de su vida. Años más tarde, un amigo me contó lo encontró deambulando por el parque 9 de Julio. Salía a buscarla, sin rumbo y sin un plan; cualquier cosa era mejor que su ausencia.
Desde entonces y hasta hoy, Mario Cornejo, conocido como “El Zorro”, recorre de vez en cuando la zona de El Cadillal en busca de los restos de Betty. Cada vez que encuentra huesos, avisa a la Policía; pero, hasta ahora, todos fueron de animales. La historia del Zorro merecería un libro aparte: un voluntario que entrena perros y sale con ellos cada vez que un tucumano desaparece a colaborar en la búsqueda, de manera gratuita, sólo para ayudar.
Pero, sobre todo, perdió Liliana Argañaraz. El juicio terminó y las “ex novicias” no dijeron dónde escondieron el cuerpo. El pacto de silencio no se había quebrado y no se quebraría jamás. Sin tumba donde llorar, su vida quedaría suspendida para siempre. Despedir a una hermana es imposible si no se le lleva una flor.
Liliana fue enviada al limbo de los que no pecaron, pero están condenados a vivir para siempre en esa tierra de nadie en la que no se puede avanzar ni salir. “Quien entre aquí, abandone toda esperanza”, reza una advertencia suspendida en las puertas del infierno de la Divina Comedia.
El pacto de silencio
Con todos estos reparos, la sentencia fue casi revolucionaria. Por primera vez en la historia judicial de Tucumán se lograba un fallo por homicidio en un caso sin cadáver. Y en el país sólo había, entonces, dos antecedentes. El caso Betty Argañaraz sentaba un precedente que abriría el camino, más tarde, a que pudiera hacerse justicia por la desaparición de Milagros Avellaneda y su bebé Benicio y Daiana Garnica.
Pero, volviendo a esos días, Nélida y Susana siguieron viviendo en pareja en la cárcel de mujeres de Banda del Río Salí. Su hija, que tenía ocho años al momento del crimen, quedó al cuidado y crianza de un familiar. Su vida, en adelante, no sería nada fácil. Todo lo contrario.
Durante su estancia en el penal, la pareja decidió casarse y Liliana Argañaraz reclamó en el portón de la cárcel que no se trataba de un matrimonio, sino de la legitimación de un pacto de silencio: a partir de entonces, legalmente, una no podría declarar contra la otra. La prensa, que nunca la abandonó, mostró la imagen de esta mujer sola, con la foto de su hermana en el pecho, levantando apenas la voz.
Habían pasado ya siete años de la desaparición y a Liliana el tiempo le iba pasando factura. Iba envejeciendo mientras su hermana permanecía congelada para siempre en la imagen que conoció todo el país. La vida transcurría para todos, los hijos de Liliana crecían, los fiscales y los jueces se fueron jubilando, la hija de las condenadas creció y se convirtió en madre, las camadas de periodistas fueron cambiando y también las tecnologías. Nélida Fernández resolvió comenzar su transición hacia una identidad masculina. El proceso terminó con la asignación de su nuevo DNI de varón, bajo el nombre de Marcos Daniel.
También evolucionó la legislación. Pese a que Liliana siempre fue bien atendida en Tribunales, pronto comenzaron a regir nuevas leyes que ampliaban los derechos de las víctimas y les otorgaban la posibilidad de enterarse y ser escuchadas ante cada cambio en la ejecución de la sentencia. Cuando llegó la pandemia y comenzó a regir un nuevo Código Procesal Penal en Tucumán, Liliana se acostumbró, cada tanto, a que le llegara una nueva notificación a su celular que le informaba que alguno de los dos asesinos estaba pidiendo la libertad condicional.
Ella, entonces, ponía el dispositivo sobre la mesa de su casa o en su trabajo -dependiendo de la hora- y acomodaba la cámara para que en la imagen apareciera el portarretratos con la imagen de Betty en su pecho. La imagen era impactante: dos hermanas, una viva y la otra detenida en el tiempo. Siempre sonriendo, siempre joven, siempre la misma foto.
En cada audiencia -porque, 18 años después, las audiencias continúan- se debaten siempre cuestiones jurídicas y técnicas. Sin embargo, Liliana no dejó, en ninguna oportunidad, de pedir siempre lo mismo. Una sola frase, que se repite a medida que pasan los años; que nunca cambia, como no cambia la sonrisa amplia de Betty en la foto eterna: “por favor, díganme dónde está el cuerpo”.
La respuesta varía: algunas veces, los condenados contestan que son inocentes y, por lo tanto, no pueden decirle dónde está. Otras le responden que tiene una obsesión con ellos o que siempre tiene la misma excusa para prolongarles el sufrimiento de estar presos. Pero la mayoría de las veces, simplemente, no le contestan nada.
El arrepentimiento
Nunca reconocieron el crimen. Por lo tanto, nunca dijeron dónde está el cuerpo. Este punto se convertiría en crucial a mediados de 2023, cuando estaban en pleno proceso de pedir su libertad condicional. En un mismo día, con dos horas de diferencia, ambos pidieron el beneficio en audiencias que se celebraron ante distintos jueces. A ella le dijeron que sí; a él, que no. La diferencia fue la perspectiva que tuvieron los magistrados respecto de un tema central: el arrepentimiento.
Nuestra legislación establece que las personas presas pueden, si cumplen con todos los requisitos, ir accediendo a estadios de libertad de manera escalonada, para promover su reinserción social y para que el condenado no enfrente de manera sorpresiva y sin recursos emocionales, económicos y mentales el mundo exterior. Uno de esos beneficios es el de la libertad condicional, que puede ser otorgada una vez que el condenado cumplió dos tercios de la pena.
Pero para ello, debe ser evaluado exhaustivamente por los profesionales del Poder Judicial y el Servicio Penitenciario, que deben informar al juez si el condenado hizo terapias, si trabajó o estudió, cuál es su evaluación psicológica y su conducta dentro del penal. También se toma en consideración su actitud social con el resto de los internos y las condiciones que le esperan fuera del penal. Un trabajador social informa sobre la casa donde vivirá el liberado y quién será la “persona de tuición”, que es quien se encargará de acompañarlo en su proceso de reinserción social.
En el caso de Acosta y Fernández, sin embargo, la cuestión que no podían superar era la de la llamada “implicancia subjetiva”, que es el posicionamiento que tenían frente al delito. En otras palabras, el arrepentimiento. El Ministerio Público Fiscal, representado por Gonzalo García, siempre reclamó que los condenados, en todos estos años dentro del servicio penitenciario, no evolucionaron en este sentido. Liliana Argañaraz, en tanto, remarcó que, más allá del crimen que la privó de la vida de su hermana, los asesinos seguían produciéndole un daño profundo al negarse a revelar dónde habían escondido el cuerpo: “el delito se sigue cometiendo”, remarcaba.
¿Se le puede exigir a un condenado que se “arrepienta” de un delito que él sostiene no haber cometido? Para la Justicia, el sentenciado es culpable y, sobre ello, no se admiten dudas. Si no revela dónde escondió el cadáver es porque no ha reflexionado sobre lo que hizo, no comprende o no acepta que estuvo mal y se empeña en continuar provocando sufrimiento a la familia de la víctima. ¿Puede volver a cometer el delito? Es imposible predecirlo con certeza. Pero sí se puede deducir, con bastante lógica, que al no aceptar que lo que hizo está mal, lo podría repetir. ¿Es demasiado ir tan lejos en las suposiciones?
La defensa sostuvo que sí, que era demasiado. Remarcó que exigirle a un condenado que se declare culpable de un hecho que él sostiene que no cometió viola la garantía que nos reconoce la Constitución de no ser obligado a declarar contra sí mismo. ¿Qué clase de Estado de derecho le puede exigir a alguien que confiese una culpabilidad a cambio de la libertad?
El 13 de junio de 2023, el juez de Ejecución de Sentencia Gonzalo Ortega entendió que la libertad condicional era un beneficio, una forma de cumplimiento de la pena y no un derecho inalienable. Y que, por lo tanto, para acceder a él se debían cumplir requisitos. Y uno de ellos era el de la “implicancia subjetiva”, es decir, el de la reflexión y el arrepentimiento del condenado. Una especie de indicio, aunque vago, de que su conciencia le impedirá volver a delinquir. Entonces, le negó a Daniel Fernández la libertad condicional.
Dos horas más tarde, la jueza Ana María Iácono entendió todo lo contrario. Para ella, no podía exigirse a la condenada que se declarara culpable y, por lo tanto, dejó en libertad a Susana Acosta. Todo ocurrió en una sola tarde
La obsesión de El Cadillal
Acosta y Fernández, antes de matar a Betty Argañaraz, habían comprado una casa en El Cadillal en la que pasaban los fines de semana y las noches de verano jugando con su hija, en la pileta. Era su lugar en el mundo, antes de que su mundo quedara destruido por el homicidio que cometieron. Por ello, siempre se sospechó que las asesinas habían escondido el cadáver de Betty en algún lugar de la zona, bastante deshabitada en esos tiempos. Las búsquedas, que al principio fueron febriles, siempre tuvieron la dificultad de la incomunicación: al lugar no llegaba la señal de la telefonía celular.
Ese fue uno de los motivos por los cuales la Justicia no aceptó que Acosta, al recibir la libertad condicional, fijara domicilio en la casa de El Cadillal: su pulsera electrónica funcionaba con un GPS que requería de conexión a Internet. El otro motivo fue lo que se llama la “persona de tuición”, que es la encargada de acompañar al liberado en el proceso, de informar al juez si ocurre algún incidente, de servir como figura de sostén afectivo. Y esa designación recayó sobre la madrastra de Fernández. Por ello, el domicilio se fijó en su casa, en San Miguel de Tucumán.
Sin embargo, Acosta no cumplió y se fue a vivir a la casa de El Cadillal. En mayo de 2024, la jueza Iácono le dio la libertad a Fernández, fijando también su domicilio en la capital tucumana. Pero él tampoco cumplió y se fue con ella.
El Ministerio Público Fiscal se rebeló. Gonzalo García pidió una cantidad de audiencias importantes en las que siempre reclamó lo mismo: que a ambos se les revocara la libertad condicional por haber incumplido el primero de los requisitos para mantenerla. Fernández nunca negó que pernoctaba en El Cadillal: sostenía que allí había conseguido un trabajo, aunque informal, en un drugstore y perdía mucho tiempo yéndose a dormir a su domicilio fijado en la Capital. Además, argumentaba, en la casa de El Cadillal estaba su esposa al cuidado de su nieta menor de edad.
La jueza de Ejecución Iácono nunca hizo lugar al pedido del Ministerio Público ni de Liliana Argañaraz. Fernández recibió llamados de atención solamente -después de todo, no se había fugado-, hasta que la magistrada le concedió el cambio de domicilio. Un mes después, Impugnación revocó todo y conminó a Fernández a respetar la residencia fijada en la sentencia: debía vivir en la capital
La casa de El Cadillal. Foto: La Gaceta
Fernández no cumplió. En abril de este año, una nueva jueza, Ana Cecilia Escobar, puso fin al asunto y, tras meses de incumplimiento, ordenó que Daniel Fernández vuelva a prisión. Tocaba el turno de decidir sobre su esposa, Susana Acosta. Pero, en este punto, se complicaría la cosa.
La hija y la nieta
Hoy es una mujer, pero cuando Acosta y Fernández mataron a Betty Argañaraz, ella tenía ocho años. No se sabe si estuvo presente en el momento del crimen o si se enteró de algo de lo ocurrido. Fernández, que era legalmente su madre -aunque ambas la habían criado- perdió su custodia y la pequeña fue criada por un familiar. Antes de cumplir la mayoría de edad, la joven desapareció. Cuando volvió, traía a una hija en sus brazos.
Esa pequeña, nieta de los condenados, hoy tiene seis años. Su mamá -la hija de Acosta y Fernández- la dejó al cuidado de sus abuelos y se fue a buscar trabajo a Neuquén, donde tuvo otro bebé, sostienen ellos.
Por ello, Susana Acosta sostiene que no puede seguir los pasos de su marido y volver al penal: la nieta quedaría desamparada. Su defensa sostiene que, si la abuela vuelve a la cárcel, se vulneraría el interés superior del niño. Esa es la batalla que, en estos días, sostiene Gonzalo García junto a Liliana Argañaraz.
El interés superior o una excusa
La pareja de condenados nunca pidió la guarda legal de su nieta. Aún a sabiendas de que su situación procesal pendía de un hilo (estaban violando las condiciones de su libertad condicional), no dieron intervención a la justicia de Familia.
“En diciembre del año pasado, cuatro días después (de que la Justicia los intimara a respetar el domicilio fijado), hacen un poder en una escribanía. No tienen la guarda, no tienen la tutela, no tienen la custodia provisoria de la menor. Sólo son tres hojas que hicieron cuatro días después, porque sabían lo que se les venía. Para tener la guarda de una menor se debe ir a la Justicia, al fuero de Familia, Su Señoría, y se debe dar intervención a un juez, que debe escuchar a la menor y recién otorgar una medida judicial. Esto es una chicana, Su Señoría”, reclamó esta semana García ante la jueza Escobar. “Acá tenemos a una acusada cumpliendo una condena por homicidio, el juez de familia hubiera valorado esa situación”, remarcó.
Argumentó que, legalmente, la madre de la pequeña sigue siendo su responsable porque nadie -ni ella ni los abuelos- traspasaron esa responsabilidad. Indicó que, si la intención de la abuela fuera proteger el interés superior del niño, hubiera ido al juez, como corresponde, que determinaría legalmente quién debe hacerse cargo de la criatura. “Yo también mañana puedo ir a una escribanía y decir ‘tengo un menor a cargo, he cometido un delito y me corresponde un arresto domiciliario’”, graficó en audiencia García y agregó que, cuando la Dirección de Niñez y Adolescencia fue a verificar si la niña vivía con Acosta, no la encontró en el domicilio. La situación se definirá en una próxima audiencia, convocada por la jueza Escobar, que se realizará el 13 de mayo.
¿Dónde está Betty?
Mientras tanto, el Estado dejó de buscar a Betty. La recompensa por datos que puedan llevar a la ubicación de sus restos quedó anclada en $150.000. El valor de un par de zapatillas, o de un celular usado.
A veces, todo parece haberse quedado detenido en 2006, cuando Betty se despidió de Julio en su casa de El Manantial, se tomó el 103 hacia el centro, se bajó en la zona del abasto y tomó un remis color blanco. Pensaba pasar primero por el departamento de su colega, que le daría un regalo y luego, llegaría al colegio, donde se haría el anuncio formal de su ascenso. Quizás iba sonriendo, como en la foto que hoy, dieciocho años, nueve meses y diez días después, sostiene su hermana Liliana en su pecho. Todos los 31 de julio, Betty vuelve a morir.