El bebé que no existía
Lo velarán esta semana, pero murió hace más de un año. Su cuerpo apareció en el monte; su historia, en los márgenes del expediente. Esta crónica reconstruye el crimen y revela detalles hasta ahora ocultos: los gestos de quienes sí lo buscaron, la escena real del homicidio y lo que nunca contó la versión oficial
Por Mariana Romero
Esta semana van a velar a un niño, que murió no se sabe cuándo, ni se sabe a qué edad. Lo que sí se sabe es que murió antes del almuerzo, que lo mató el padre y lo tapó con una sábana amarilla. Y que obligó al resto de la familia a sentarse a comer con el cuerpo del bebé al lado; tapado entero menos las patitas, que le asomaban por debajo de la tela. “No lo habían bautizado”, dice su abuela, antes de ponerse a buscar una iglesia que lo alivie con agua bendita. “Va a descansar junto con el hermanito”, planifica, con el alma desconsolada de haber perdido dos nietos. Los dos, asesinados.
Mónica Gargiulo recibió el jueves por la noche la noticia que le aflojó las piernas: “señora, ya está todo listo, puede retirar los restos del bebé”. Venía luchando contra la burocracia por recuperar el cuerpo de Benja, su nieto menor, desaparecido desde hace dos años, hallado muerto hace uno, enterrado en el monte, cerca de la casa donde nació, donde creció como pudo y donde fue asesinado. La abuela coraje que había enfrentado a la Policía, a la Justicia y a los mismísimos diablos de la indiferencia por saber dónde estaba su nieto desaparecido, no supo qué hacer cuando le dijeron que podía retirar el cuerpo. Si velarlo, si ordenarle una misa, no sabía siquiera de qué tamaño debía ser el cajón que tenía que buscar.
Se secó con la mano una lágrima antes de que le asome por las pestañas: sus otros dos nietos, sobrevivientes y testigos del horror, la estaban mirando. Recordó que la psicóloga le recomendó que ellos no estén presentes si es que algún día se hacía un velorio, así que no les dijo nada. Era la hora de cenar. Se fue a la cocina y, otra vez, hizo magia: transformó la mesa de la casa en una fiesta familiar. Los chicos comieron sin apuro, hace tiempo ya que abandonaron la costumbre de abalanzarse sobre la comida y esconder un poco para más tarde. María y Pedro, los hermanitos de Benja, sobrevivientes y testigos, ya no recuerdan el hambre que les picaba en la punta de la panza siempre, todo el día, a toda hora, como una víbora envenenada que no les permitía pensar ni dormir. Terminaron de cenar, armaron la mochila y se fueron a la cama. Sin hambre, sin la fiebre que antes no los dejaba estar, sin las rodillas lastimadas. Quizás pensaron en Benja. Se durmieron sin miedo.
María tiene cinco y Pedro, nueve. Los nombres ficticios. Jamás se supo y jamás se sabrá su verdadera identidad: salieron del infierno y hoy llevan vidas normales. Tranquilas, digamos. Con amor, al menos, y salud. Creo que son felices, más María que Pedro, porque es más chiquita y es como una bomba de alegría. Pedro es más sereno, educado y callado; una nunca sabe en qué está pensando.
¿Dónde está Benja?
Benja murió, se cree, en algún momento de 2023, a los 3 años de edad. Había nacido de una pareja envenenada: Jorge Lucero, su papá, vivía moliendo a palos a Romina Gutiérrez, su mamá. Él la desfiguraba, ella lo denunciaba, él caía preso, ella lo iba a visitar, él salía, ella lo recibía en la casa, él le volvía a pegar.
Presa de la adicción a las drogas, la pareja había vivido en varios sitios hasta que les dieron la casa en la que crecieron los chicos y murió Benja. Era en el campo, en Atahona, al sur de la provincia. Desde la ruta apenas se veía la casita, aislada de todo vecino y privada de casi todo lo que uno se pueda imaginar. Era de madera desvencijada, plásticos y chapa. Tenía una sola habitación grande, dividida en dos, donde dormía la pareja por un lado y los tres chicos por el otro. Después, una suerte de galería sin piso que oficiaba de cocina comedor y lugar de estar. El frío era atroz, no había forma de esquivarlo.
Cuando Jorge caía preso, Romina agarraba a los tres chicos y visitaba a su mamá y su familia. La cosa no era fácil con ella, ya le habían dicho de todas maneras que lo abandone, pero ella se negaba. Se desesperaba cuando estaba preso. A los chicos les gustaba ir a la casa de la abuela Mónica: tenían dos tíos, a cuál más chistoso que el otro; un abuelo y un niño más grande que, pronto, descubrirían que era su hermano.
Hasta que un día, Romina fue sin Benja. Le dijo a Mónica alguna cosa que ella no recuerda bien: el bebé había quedado con una vecina, o algo así. La segunda vez que Romina llegó con dos chicos a cuestas y no tres, puso otra excusa. Mónica sospechó, pero no podía hacer nada porque tenía la visita prohibida a la casa de sus nietos, tal era la violencia de su yerno. La comunicación siguió por teléfono, la abuela pedía hablar con Benja, pero justo estaba bañándose, o jugando por ahí, nunca estaba. “Mandame una foto del bebé”, decían los mensajes y le llegaban siempre las mismas tres o cuatro imágenes. Benja parecía no estar creciendo, haberse quedado en el tiempo.
Hacia fines de 2023, cuando la ausencia de Benja ya era notoria, apareció la primera alarma: Pedro, su hermano mayor, le contó a una tía que el bebé estaba lastimado, la tía puso el grito en el cielo, que lo quería ver, que qué le había pasado. Romina agarró a los dos chicos y no volvió más. Pedro recibió una brutal paliza por lo que dijo. Mónica hizo la denuncia.
Ella no lo sabía, pero su consuegra (la mamá de Jorge), había hecho lo mismo. La historia era igual: una abuela que veía a sus tres nietos, hasta que un día comenzó a ver a dos, sin ninguna explicación. Fue entonces cuando ambas mujeres se conocieron. Y, como si siempre hubieran andado juntas, empezaron la búsqueda del nieto. Decidieron pedirle a la Justicia el rescate de los chicos y resolvieron que Mónica se quedaría con ellos.
El juzgado de Familia sí las escuchó. Analizó el historial de violencia registrada en diversas causas y pidió informes al Sistema Provincial de Salud. Descubrió la descomunal cantidad de entradas y salidas de los niños al hospital por cistitis, dermatitis, reflujos, infecciones, diarreas, traumatismos, convulsiones, fiebres y, lo peor, sífilis congénita.
La otra pista de que los niños corrían peligro estaba a la vista de todos: en los archivos de los diarios. La noticia era de 2018 y rezaba “Sospechan de una pareja por la muerte de un bebé”. Fue la gota que rebalsó el vaso. La Justicia ordenó rescatar a los niños. Era el comienzo del horror.
Un salto al pasado
¿Quién era ese bebé muerto? Tres años antes de que Benja llegara al mundo, había nacido su hermano Rodrigo. No llegaron a conocerse. En junio de 2018, cuando tenía apenas 11 meses, apareció muerto. Romina y Jorge lo llevaron al hospital y dijeron que lo hallaron sin vida en su cama, broncoaspirado, pero la médica que lo recibió le encontró moretones y lastimaduras en varias partes del cuerpo. Avisó a la Justicia y se abrió una investigación, que se terminó cerrando sin ninguna conclusión.
Mónica, la abuela, se enteró por Facebook de que su nieto había muerto. Hacía mucho que el vinculo con su hija estaba dañado, casi no se hablaban. Sin que le contestaran el teléfono, se tomó un colectivo a Simoca para saber si el bebé fallecido era su nieto Rodrigo, porque la información por redes sociales era confusa. Sí, era él. Se fue a la comisaría y al hospital para saber si era verdad lo que se decía, que el bebé estaba golpeado. Y sí, era verdad. Encaró a Romina, su propia hija, que no le dio demasiadas explicaciones y le dijo que sus propios hermanitos lo habían golpeado jugando.
“Yo intenté que la causa avance, no me importaba si mi hija tenía que ir presa, yo quería saber qué le habían hecho al bebé. Pero en todos lados me decían que yo no era parte en la causa y que, cualquier cosa, me contrate un abogado. Yo no tenía ni para viajar, nunca me alcanzó para pagar un abogado. Yo grité y reclamé muchos años, pero nunca me escucharon. Al final, no supe cómo seguir. La Justicia es un lujo que los pobres no nos podemos dar”, me dijo un día.
Mónica tenía motivos para sospechar de su hija: años atrás, había desgastado las escaleras de tribunales para rescatar a su primer nieto, un bebé que Romina había dado a luz y del que no podía hacerse cargo. En esa oportunidad, lo logró. El niño, que hoy es un adolescente, creció con su abuela, lejos del infierno en que se terminaría convirtiendo esa familia del horror.
Dos más dos
En febrero de 2023, la jueza de Familia se dio cuenta de lo evidente. Romina había perdido la tenencia de su primer hijo y el tercero murió en circunstancias extrañas. El padre de los niños, Jorge, había sido denunciado hasta el hartazgo por violencia doméstica e incluso había sido condenado. Los niños entraban y salían del hospital, cada vez en peor estado. La familia no tenía trabajo ni ingresos: en el expediente constaba que vivían de una pensión que cobraba el padre y las asignaciones universales de los chicos. La decisión fue rápida: rescatar a los menores cuanto antes.
Cuando la Policía llegó a la casa de los nenes, Mónica iba en el asiento de atrás. Llevaba una orden judicial de separar a Pedro, María y Benja de su madre (Jorge estaba, otra vez, preso porque la había intentado matar). Los uniformados salieron con dos criaturas y se las entregaron a su abuela. “Falta uno, falta el bebé”, les dijo Mónica. La Policía volvió a entrar a la casa pero salió con las manos vacías. “Dice que no hay más chicos en esta casa”, le informaron. Era oficial, Benja estaba desaparecido.
La constatación policial de que el niño no estaba se agregó a la denuncia que habían iniciado las abuelas. Recayó en el Centro Judicial Capital que, de inmediato, envió a la Policía a preguntarle a Romina dónde estaba su hijo. “No tengo más hijos”, contestó ella, “no existe ningún Benjamín”. En la comisaría, también fue entrevistado Jorge. Contestó lo mismo: nunca tuvo un hijo llamado Benjamín, ese supuesto bebé no existe, quizás las abuelas están confundidas.
Según consta en el expediente, ella dijo lo siguiente: “quiero mencionar que no tengo, ni tuve ningún hijo de nombre Gutiérrez Benjamín; es más, después de que la tuve a mi hija menor (...), yo me ligué las trompas y no puedo tener más hijos; la verdad es que desconozco de dónde saca semejante mentira…”. Por su parte, él, detenido, declaró: “conozco a Romina desde hace 12 años, que como fruto de esa relación tuvimos a tres hijos, el primero que falleció en el año 2018 producto de una bronco aspiración, que se llamaba Gutiérrez Ian Rodrigo, a quien yo llamaba Benjamín, ya que es un nombre bíblico”
Ese mismo día, la fiscal envió oficios con plazos de pocas horas a todos los organismos que pudo para que le contesten lo siguiente: si Benjamín Gutiérrez existía. Desde la Maternidad, le respondieron que sí y le mandaron las minúsculas huellas digitales que le tomaron cuando nació. El Registro Civil contestó que sí, que había nacido el 20 de julio de 2020 y le envió el acta de nacimiento. Anses respondió que sí. El Sistema Provincial de Salud también y le envió el listado de la cantidad de ingresos que había tenido el bebé por diversos problemas de salud. Benja sí existía.
La fiscal envió la causa “1769/2024 s/desaparición de menor” a su par del Centro Judicial de Monteros, con todos los elementos que probaban que Benja existía, que estaba desaparecido y que sus propios padres negaban su existencia. La causa durmió en algún cajón o armario 16 días, sin que se ordenara un allanamiento, un solo rastrillaje o, aunque sea, se cite a declarar a la madre o el padre para preguntarles qué habían hecho con el bebé y por qué negaban su existencia.
“Está en el cielo”
Mientras la búsqueda de Benja comenzaba a paralizarse, sus hermanos, recién rescatados, empezaban una vida nueva con la abuela Mónica, sus tíos y su abuelo. Una tarde, después de comprar un helado, María, de cuatro años, le dijo a la abuela “qué lindo que hubiera sido que venga Benja con nosotros ¿no?”. Mónica le contestó que ya lo iban a encontrar y lo iban a traer. La nena le contestó que ya no iban a poder, porque Benja ya es “un angelito y está en el cielo”. Esa misma tarde, Pedro logró hablar.
Contó que le pegaban mucho cuando se portaba mal y que, un día, su papá agarró un bloque de cemento y le pegó en la cabeza. Por la noche, lo cargaron en una bolsa y no lo volvieron a ver.
Mónica recordó algo que pasó el día en que la Policía rescató a los hermanitos: Pedro ya había salido de la casa, se dio vuelta y volvió a entrar. Agarró un celular y lo escondió en el pantalón. Romina intentó quitárselo, pero estaba rodeada por los oficiales, no podía lo podía tocar. El celular se fue con él.
El día en que Pedro logró hablar, Mónica revisó el celular que el niño había escondido entre sus ropas al dejar para siempre la casa del horror. Las fotos hablaban por sí solas. Las más soportables mostraban una casa con drogas, armas y mucho alcohol; mostraban a Pedro con moretones y a Romina también. Hay más fotos, más insoportables para el alma humana, pero esas imágenes no se pueden ni nombrar.
La abuela grabó el relato del niño sin que él se diera cuenta, tomó el celular que el pequeño había traído y llevó ese mismo día todo a la Justicia y a la Policía. Pensó que la revelación del niño iba a movilizar a la Justicia y explotar en un mega procedimiento, con perros de búsqueda y policías peinando la zona, pero nada sucedió. Ni siquiera le dieron fecha para que Pedro cuente lo que pasó en Cámara Gesell.
Fue entonces cuando las abuelas buscaron a la prensa. La historia era de no creer si no se hubiera leído claramente así, tal como era, en el expediente. Sin pudor, la fiscalía casi no registraba movimientos desde hacía dos semanas, cuando el hermano de Benja contó que el bebé estaba muerto y que lo había matado su papá. En realidad sí, figuraba una nueva entrevista a la madre en la que ella reconocía que el bebé existía pero afirmaba que, una noche, tras una golpiza de su marido, él se lo entregó a un hombre en un auto y no lo volvió a ver. Dos vecinos (lejanos) refirieron haber conocido al niño, pero dijeron que hace mucho que no lo veían. Eso era todo.
Cuando la historia llegó a la prensa, el periodismo estaba revolucionado porque una joven tucumana había denunciado a cuatro jugadores de Vélez de haber abusado de ella. Aprovechando las eternas guardias periodísticas de tribunales de esos días de escándalo nacional, varios periodistas fueron grabando videos cortos con una sola frase: “¿Dónde está Benja?” Se sumaron artistas, luchadores contra la impunidad y demás personalidades de los medios tucumanos. Un locutor regaló sus servicios y relató: “En Tucumán, hay un bebé desaparecido desde hace al menos ocho meses…”, mientras de fondo se veían imágenes en cámara lenta de Benja bebé, jugando con el agua en una bañadera. Más tarde, las voces de los tucumanos se fueron superponiendo en un solo reclamo: que la Justicia busque a Benja.
El escándalo estalló un sábado al mediodía, en un programa de televisión dedicado íntegramente al caso. Entonces, la Justicia reaccionó. El martes, los vecinos protestaron en una comisaría y, en la otra punta de la provincia, de alguna manera, el padre de Benja se quebraba ante la Policía y decía más o menos dónde había enterrado el cuerpo. El miércoles, tras un intenso rastrillaje, los uniformados encontraban los restos de Benja y, como eran sólo huesos, se lo entregaban al Equipo Científico de Investigaciones Fiscales para que un arqueólogo forense tucumano de reputación internacional intentara esclarecer qué es lo que le había ocurrido.
Romina cayó presa, no declaró y Jorge, ya detenido, vio alargada su prisión preventiva. Los niños declararon en Cámara Gesell lo que vieron. Los médicos constataron en Pedro al menos diez lesiones de larga data y en María cicatrices en proceso de curación. El perito logró establecer que Benja había llegado a los 3 años de vida y tenía un traumatismo de cráneo, probable causa de la muerte. Además, le encontró tres lesiones en las costillas y el fémur quebrado, todo de antigua data y soldado sin intervención médica. Mónica sacó de la casa de la muerte lo que pudiera servirles a los chicos y quemó todo lo demás. En ese sitio del infierno ya no queda nada en pie.
El 2024 continuó para Mónica como un torbellino. Consiguió camas, escuelas, actividades extraescolares y terapia para los chicos. El abogado Álvaro Zelarayán se encargó de seguir de cerca la investigación. El jueves pasado, un año después del hallazgo, la llamaron para darle la noticia de que ya estaba todo listo para entregarle los restos de su nieto. Se quedó paralizada. Miró a los nietos que había logrado rescatar y pensó en los dos que no llegó a salvar.
Fuera del expediente
Hay tres datos que no figuran en el expediente: uno merece ser contado, el otro es anecdótico y el último, aterrador.
El primero tiene que salir a la luz por respeto a las personas que trabajaron la causa durante los días en que la Justicia durmió el expediente sin piedad. Son policías, no son muchos, pero son policías a los que yo vi al borde del llanto de la desesperación por encontrar al niño, golpeando la mesa de la impotencia de no conseguir órdenes de allanamiento ni de rastrillaje. Ellos saben quiénes son, sus nombres no van a ser revelados ni figurarán en ningún diploma de honor. Ellos saben quiénes son, a ellos, mis respetos.
El segundo es el anecdótico. Aunque la historia oficial reza que el hallazgo del cuerpo de Benja se realizó por el dato que espontáneamente Jorge dio estando preso, la verdad es que lo molieron a golpes. Se cree que los demás presos (por motus propio o incitados por la Policía), enterados de que había matado a su hijo y había enterrado el cuerpo, lo hicieron hablar. La verdad es que, el día del hallazgo, Jorge no estaba en ningún calabozo. La Policía lo sacó de la comisaría, lo vistió como uno de ellos y lo llevó al rastrillaje para que él mismo diga dónde buscar. Sabemos que, como había pasado el tiempo, hasta a él le costó encontrar el sitio. Mientras tanto, en la ruta, su madre y sus hermanos, sin saber que él estaba ahí, esperaban noticias del rastrillaje. El calor era infernal y a las abuelas no se les había ofrecido ni un vaso de agua. Esperaban sin que nadie les dijera nada en la banquina, sentadas en el guardabarros de un camión. Para que no se descompongan, los periodistas les prendían el aire acondicionado de los autos y las refugiaban ahí.
Cuando empezó a caer el sol y se filtró el dato de que el cuerpo había sido hallado, una camioneta de la Policía salió del lugar. El hermano de Jorge (quería matarlo, quería romperle la cara para que diga dónde había enterrado a su sobrino) miró el interior de la camioneta y lo reconoció: Jorge iba vestido de Policía, en el asiento de atrás, acababa de ver cómo desenterraban a su hijo.
El tercer dato que no figura en el expediente es el detalle de lo que ocurrió el día en que Jorge mató a Benja.
Cuando Pedro declaró en Cámara Gesell, apenas lograba hablar de lo ocurrido. Sus palabras fueron suficientes para la investigación, que constató que la sabanita con que hallaron los restos de Benja era la misma que su hermano refería haber visto y que el bloque de cemento con que decía que su padre lo había matado, efectivamente, tenía su sangre.
Lo que sigue es el relato que, durante el resto del año, Pedro logró reconstruir junto a su hermana, en el seno de una familia que lo contiene y lo rodea de amor. Con el tiempo, los chicos pudieron contar.
La mañana del crimen, un día del invierno de 2023, toda la familia estaba en la galería que oficiaba de cocina comedor. Benja hizo algo que molestó al padre (no se sabe si no le alcanzó algo que él pidió o hizo problema por la comida). Jorge lo empujó y Benja cayó al suelo. Jorge agarró un bloque de cemento, lo levantó por encima de su cabeza y lo descargó en la cabeza del bebé. Romina, la mamá, gritó pero pronto su marido la hizo callar. Pedro, que vio todo, quiso acercarse al bebé mientras le gritaba “No, Benja, despertate Benja”. Su padre lo apartó. Trajo una sábana amarilla con estampados de Bob Esponja y lo tapó. Ordenó al resto de la familia que se calle y a Romina que se ponga a cocinar. La mujer obedeció. Con el cuerpo del bebé al lado, tapado con la tela amarilla pero con los piecitos asomando (María siempre recuerda esas patitas), el padre ordenó que todos se sentaran a almorzar y todos obedecieron. Después, se acostó a dormir la siesta y mandó a que todos hicieran lo mismo. Desde el colchón donde Pedro intentaba cumplir la orden se veía a Benja, en la galería, tapado con la sabanita. Pedro quería cerrar los ojos, pero no podía, la mirada se le quedaba clavada en la imagen amarilla tendida en el piso, pensando que, si seguía mirando fijo, Benja se iba a mover. Pero pasó la siesta y no se movió. Despejado de la dormilona, Jorge se levantó, tomó una bolsa, metió el cuerpo de su hijo y se fue. Le dijo a Pedro que lo llevaban al hospital. Cuando volvió, le dijo que Benja ya no iba a volver y que no se le ocurra volver a preguntar por él.
Benja, vivo
En un mundo algo más cuerdo, Benja estaría vivo. La Justicia de Familia hubiera monitoreado a los niños que nacieron de una mujer que perdió la tenencia de su primer hijo y luego parió cuatro, uno de ellos muerto a los 11 meses, lleno de moretones. La abuela hubiera sido escuchada aún sin abogado cuando pedía saber qué le pasó al primer bebé muerto en 2018. La Justicia penal hubiera hecho sonar las alarmas sobre este hombre denunciado hasta el hartazgo, que entraba y salía de las comisarías y que ya había sido condenado por violencia doméstica. El sistema de Salud hubiera detectado a estos niños infectados, con fiebre y lastimados que entraban y salían del hospital.
En ese mundo más humano, Benja tendría hoy cinco años, viviría en el campo con la abuela Mónica, en verano se metería a la pileta con Pedro y su hermano mayor y a la siesta correría detrás de María, que está aprendiendo patinaje artístico. Se moriría de risa con el abuelo que, pícaro, le miente a la más chica que puso cámaras ocultas en la casa para ver si ella hace travesuras, ella no le cree porque ya buscó por todas partes pero, en el fondo, tiene dudas porque todos le siguen la corriente a él. Cansado de la escuela y de jugar toda la tarde, sacaría una silla y la pondría en la galería junto a los tíos a tomar el fresco de la tardecita, mientras la abuela cocina. Comería sin apuro. No se escondería el pan. No tendría las costillas quebradas ni la pierna mal soldada. Se iría a dormir tranquilo. Este fin de semana, no se haría su velorio.